viernes, 21 de mayo de 2010

-¿Dónde has estado, esposo mío? Estábamos tan preocupados...
-No me preguntes nada-gruñó mi padre, apartándola.
Fue a sentarse en la cama, manchándola de barro seco. Parpadeaba continuamente. Mamá se afanó a su alrededor, tratando de prever sus necesidades. Salió apresuradamente del cuarto para preparar comida que él no probó. Le calentó agua para que se bañara, pero no se movió. Lo acarició con ternura y mi padre explotó:
-¡Déjame en paz! ¿Es que un hombre no puede hacer lo que quiera sin que una mujer venga a molestarlo? ¡Tengo derecho a hacer lo que me apetezca! ¡A nadie le importa si he pasado fuera toda la noche! ¿Crees que no he hecho nada? ¡He pensando, lo oyes, pensado! De manera que no me importunes como si hubiera estado con otra mujer...
-No he dicho que hayas...
En aquel momento preciso papá tuvo un violento ataque de cólera, tiró los platos con comida, volcó la mesa, agarró la ropa de la cama y la arrojó al otro lado del cuarto, cayéndome encima y tapándome la cara. Seguí así, con la ropa de la cama tapándome la cabeza mientras papá seguía desvariando. Mamá se echó a llorar y luego contuvo las lágrimas. Oí que mi padre le pegaba. Miré y vi a papá abofetearla, dar patadas a la mesa, y luego zarandear a mi madre, empujarla, avasallarla, mientras ella se defendía agitando los brazos; pero luego mamá se abandonó a su cólera, y yo me levanté y me lancé contra él, y él me apartó de un manotazo y caí sobre sus botas, me hice daño en el trasero y me quedé quieto. Después, de repente, papá dejó de pegar a mi madre. Se detuvo a mitad de camino cuando se disponía a darle otra bofeteada y el golpe se convirtió en abrazo. La estrechó contra sí mientras ella sollozaba, temblando. Papá también temblaba, y fue con ella hasta la cama, sosteniéndola, y se quedaron así, sin moverse, torpemente abrazados, durante mucho tiempo. Fuera yo oía cantar a los gallos. La gente de la vivienda se preparaba para el trabajo. Los niños lloraban. La profetisa de las iglesisas nuevas solicitaban con sus cánticos el arrepentimiento del mundo. El almuédano atravesaba el amanecer con sus llamadas a la oración. Papá no cesaba de decir:
-Perdóname, esposa mía, perdóname.
Y mamá, sollozando, temblanco, tampoco se cansaba de decir, como si se tratara de una letanía:
-Esposo mío, sólo estaba preocupada, perdóname...

domingo, 2 de mayo de 2010












P
or
qué te amo tanto hermosa?!